Haití: del colapso del Estado al “narco-caos”

Hace diez años, la movilización tras el terremoto de Haití tuvo un impacto mundial. Ésta fue tan emotiva como la devastación que azotó la isla el martes 12 de enero de 2010 a las 4: 53 p.m. hora local. Pero dicha emoción sólo duró un tiempo, al igual que la acción de emergencia. Diez años después, Haití todavía parece estar enredado en la búsqueda de un futuro político más pacífico que está aún por llegar. ¿Es un país ingobernable?, ¿un caos interminable como parece pensarlo el actual presidente de los Estados Unidos? Para analizar tal situación, es imperativo distanciarse de las noticias mediáticas, de los medios masivos de comunicación y sus actualidades, y poner los acontecimientos en perspectiva tanto desde un punto de vista histórico como desde un punto de vista geográfico. Pero tal tarea es de interés sólo si uno adopta una perspectiva conocida como “actor-oriented”, puesto que los diferentes grupos de interés involucrados en interactuar en un marco común terminan por producir una forma de vida colectiva que va más allá de ellos y que actúa, en cambio, como una causa ausente, como un elemento “sobredeterminante”. En Haití, es la negación del poder público por parte de todos los actores en interacción lo que produce un ambiente de violencia y conflicto permanente que afecta a todos los niveles de la vida política y la sociedad, un caos permanente que ni la fuerza puede capturar y estabilizar. ¿Cómo deconstruir esta evidencia y reinterpretarla a partir del interés del actor que constantemente sufre las consecuencias, es decir, a partir de la gran mayoría de la población haitiana en su existencia diaria, pacífica, pero violentada y reprimida?

Una grave crisis política

Para los medios internacionales, Haití ha atravesado una grave crisis política desde julio de 2018. Esta crisis fue provocada por la revelación de actos de corrupción por parte del poder actual y por los gobiernos anteriores de Martelly y Préval en el caso de Petro Caribe, a saber, los acuerdos firmados en 2007 con Venezuela para entregar petróleo, cuyo precio de venta a las empresas locales es, en parte, destinado al Estado haitiano en forma de préstamos a largo plazo. Si en otros países donde se beneficiaron de estos fondos venezolanos, como Santo Domingo, una parte del dinero fue desviado, en Haití casi la totalidad (92.4 %) del destino real de fondos asignados a proyectos de desarrollo plantea interrogantes sobre la forma de adjudicar contratos públicos (favoritismo), de proceder con desembolsos, de supervisar la ejecución, pero también de desviar fondos de su destino final, y hasta de pagar a dos empresas diferentes por el mismo trabajo! Las empresas privadas, como Agritrans o Betexs, revelan que la Cour des comptes o Tribunal de Cuentas (según informes de 2019) sirvió como pantalla para permitir el enriquecimiento personal de representantes de los poderes políticos sucesivos y de las clases dominantes. En este caso, los montos auditados representan más de $ 1.5 mil millones de un monto de financiamiento de $ 2.2 mil millones. En 2010, después del terremoto, Venezuela incluso canceló la cantidad de $ 395 millones de la deuda externa de Haití (!). En este contexto dramático, no menos de 350 millones de dólares se liberaron bajo la presidencia de Préval, con procedimientos “aligerados”, posibles gracias al estado de emergencia que permite eludir la regulación habitual de las contrataciones públicas. El aumento repentino de los precios de la gasolina fue, por lo tanto, el detonante de los movimientos sociales que denunciaron la corrupción de las élites a todos los niveles, y en particular la del presidente en ejercicio Jovenel Moïse, quien se negó a juzgar a los culpables.

Esta dramática situación nos la recuerdan esporádicamente los medios internacionales a través de breves secuencias de violencia que no agregan nada nuevo con respecto a lo reproducido en las redes sociales. Sin embargo, éstos son sólo síntomas. La raíz de los males es aún mucho más profunda y preocupante. Haití se enfrenta primero con el colapso de todas sus estructuras estatales. Esta realidad se relaciona con la corrupción descentralizada que prevalece pero que es sólo un efecto. Cada actor que ocupa un puesto que le permite obtener un beneficio público o privado extrae el máximo posible de esta situación para su cuenta personal. Tal práctica sólo es posible en el contexto de un “Estado fallido” (Verlin) o de un “Estado frágil” (Mouton). En el caso de Haití, no obstante, este concepto de moda resulta ambiguo ya que la verdadera cuestión no radica en determinar por qué el Estado habría fallado en sus misiones soberanas o más aún por qué constituiría una amenaza para la seguridad internacional, sino más bien en esclarecer por qué lo que André Corten (1989) llamó por primera vez “Estado débil” terminó por colapsar, no pudiendo más que fracasar ya que, desde ese momento, no era sino un actor fantasma, una suerte de Estado zombi. La calificación de esta situación estatal no refiere a los criterios óptimos de un buen gobierno o de un desempeño económico, siguiendo un modelo que supone un comportamiento estándar ideal. Debe basarse en un enfoque más dinámico, aceptando las peculiaridades de un orden subóptimo, a fin de identificar una situación específica de fragilidad y buscar vías de solución. Una noción que sirve para “afirmar y negar en una misma expresión la validez de la calificación de Estado” (Mouton) no es de mucha utilidad. Más bien, ésta encierra a los actores involucrados en la trampa donde cayeron. El verdadero problema no se reduce a la creación de una categoría difusa provista de indicadores de fragilidad, sino que concierne la naturaleza contextual de la fragilidad, es decir, su historia específica: ¿cómo, en este caso, se llegó hasta aquí y cómo se puede salir? Porque la cuestión central en Haití, frente a esta situación de zombificación de las instituciones públicas, radica más bien en la reconstrucción de una relación positiva con la función estatal. Desde la caída del régimen de Duvalier, ningún actor ha tenido en cuenta esta cuestión: los políticos han entregado el Estado a sus guerras de clanes, a la promoción de sus intereses privados y han cortado constantemente los vínculos entre la acción estatal y el servicio a los ciudadanos. La sociedad civil, por su parte, cuando no se beneficia directamente de este primer comportamiento, se ha esforzado por reemplazar todas las misiones tradicionales del Estado, en asuntos económicos, educativos y de salubridad. En cuanto a las funciones de justicia y seguridad, éstas se han vaciado de su sustancia. La instrumentalización, la sustitución y la marginación no son sólo el caso de los actores locales, sino que estos comportamientos son reproducidos por los actores internacionales que, por falta de lucidez, han reforzado el proceso del colapso del Estado. Sin embargo, la cuestión del papel de este último es inevitable para salir del punto muerto y apuntar a una gestión colectiva responsable de los habitantes y de los territorios en grave peligro ecológico, sanitario y alimentario.

La crueldad de la ocupación yanqui de Haití (1915-1934) no tuvo parangón. Esta foto del cadáver de Charlemagne Péralte, uno de los líderes de la guerrilla de los “Cacos”, asesinado el 1 de noviembre de 1919, fue distribuida por los ocupantes en miles de ejemplares para que sirviera de escarmiento. Hizo de Charlemagne Péralte un mártir de la libertad, cuyo nombre retomó la Organisación Patriótica 18 de mayo, grupo clandestino de lucha contra la dictadura de Duvalier.

El proceso del colapso del Estado haitiano ciertamente tiene raíces distantes, coloniales y poscoloniales, vinculadas a la economía de plantación y a la forma “neopatrimonial” de organización de la propiedad en el momento de la independencia. Pero, en el horizonte de medio siglo, se trata sobre todo del legado de una estructura dictatorial centralizada, establecida por François Duvalier sobre las estructuras represivas y la centralización extrema que dejó la ocupación estadounidense (1915-1934). Duvalier padre quería un régimen duradero, el cual, de hecho, ha beneficiado a su hijo. Incluso a principios de la década de los ochentas, el nivel de las instituciones educativas, tanto privadas como públicas, el Ejército y la Iglesia aunadamente, todavía garantizaban una forma de estabilidad al servicio de un modelo jerárquico represivo. La identificación del Estado con el mal absoluto encarnado por el duvalierismo hará difícil, tras la caída de la dictadura, la construcción de una democracia popular. Por un lado, los estadounidenses permanecían enfocados en la amenaza de una nueva Cuba, por otro lado, los actores locales luchaban por reconstruir penosamente un espacio público luego de 30 años marcados por la represión de toda oposición y la clandestinidad de todas las organizaciones políticas dignas de este nombre. La transición que le siguió al final de este régimen debilitó enormemente al país: golpes de Estado, embargo e intervención militar extranjera. En este contexto particular, el nuevo fenómeno será la voluntad constante del liderazgo post-duvalierista de evitar cualquier forma de estructuración de resistencias, ya sea desde la izquierda o la derecha. Iglesia, Ejército, Estado, Escuela, es decir, los pilares del antiguo régimen, se romperán en pedazos y darán paso a la inestabilidad constante. Los partidos se sucederán al ritmo de las elecciones, los grupos populares se convertirán en grupúsculos de vocación criminal. Pero es especialmente desde el regreso al poder de Jean-Bertrand Aristide en 2000 que los carteles de la droga y las bandas armadas ocuparán cada vez más el espacio público, hasta el punto de que figuras notorias del tráfico de narcóticos se postularán a cargos parlamentarios para defender directamente sus intereses. Haití se convierte así en un narco-Estado. Ni la salida forzada de Aristide en 2004 ni el terremoto en 2010 cambiarán esta situación. Un informe del Small Arms Survey Program apoyado por el Instituto de Estudios Internacionales en Ginebra informa, ya en 2005, más de 400,000 armas en circulación (en un país cuya población es de aproximadamente 10 millones).

La intervención internacional después del terremoto sólo retrasó el esperado colapso del joven narco-Estado haitiano. En los años posteriores al desastre, la comunidad internacional compensó el incumplimiento del Estado y ayudó a ocultar los problemas reales al enfocar la atención en las áreas del desastre. Sin embargo, la epidemia de cólera mostrará las problemáticas que también implican este tipo de intervención, al dar una idea de la indigencia general de una población aparentemente sobre-ayudada por la asistencia humanitaria. Durante este período, por razones pragmáticas, los canales de corrupción operan a tiempo completo para absorber los recursos vertidos hacia Haití. De hecho, en muchos casos, terminan corrompiendo a los propios actores internacionales.

Luego vino la retirada de la comunidad internacional, movilizada por otras prioridades. A pesar de una primera transición electoral, impuesta en 2011, mientras las consecuencias del desastre aún eran palpables, fue necesaria una nueva transición en 2015 con Jocelerme Privert, el Presidente del Senado, lo que dio el tiempo para imponer en noviembre de 2016 a un candidato que supuestamente debía mantener la línea elegida en 2011 por la comunidad internacional. En lugar de responder a las demandas de la población, la elección favorece un compromiso frágil entre los intereses de las facciones competidoras en el reparto de dividendos de las drogas y el tráfico de otras mercancías. Resultado: una apariencia de legitimidad frente a una apariencia de oposición, cuya mejor oportunidad es explotar las frustraciones legítimas de la población, sin nada más que ofrecer que la alternancia

Luchas sociales, justicia contextual y lucha de los pueblos Descargar PDF

¿Cómo medir hoy el colapso del Estado haitiano?

En este contexto, en primer lugar, se ha afianzado una cultura de violencia. El poder es comprado o tomado por las armas y las drogas, que proporcionan dinero para la corrupción. Así, el poder, una vez conquistado, solo puede ejercerse directa e inmediatamente, sin pasar por las instituciones. La pandilla que ocupa un distrito establece impuestos de paso. El diputado que negoció su elección otorga un derecho de preferencia sobre las actividades relacionadas con su circunscripción, el Presidente electo gobierna para sí mismo y para el clan que financió su elección. Finalmente, la prensa siguió al colapso del Estado. Las frecuencias han sido privatizadas y los diputados aprovechan dichas radios para hacer su propaganda. Entre los medios más escuchados, uno encuentra las radios financiadas por líderes de pandillas que promueven su propia agenda antidemocrática. Es cierto que los medios de comunicación profesionales están tratando de sobrevivir, pero tienen cada vez menos audiencia. En este “narco-caos”, ni los partidos ni las organizaciones sociales tienen existencia real. Se trata siempre de pequeños grupos reunidos en torno a líderes que obtienen un beneficio directo de ellos, se alían entre sí según las circunstancias (o según el golpe a efectuar) e instrumentalizan a la población en sus negocios gracias a sus dos armas: dinero y terror.

Las consecuencias directas más perjudiciales de esta situación en el mediano plazo son la falta de espacio público y la negación del vacío estatal. El caos circundante restringe cualquier forma de debate constructivo entre las partes involucradas. Desde julio de 2018, se ha cruzado el límite de la violencia verbal. Las radios transmiten llamados al odio o incluso al asesinato, denuncian a los agentes de la fuerza pública, aconsejan a los partidarios que ataquen los hogares y las propiedades de aquellos a quienes se oponen… En el parlamento, la obstrucción es la regla, y la mejor manera de ser escuchado es usar un arma. Por otro lado, algunos agentes de la fuerza pública instrumentalizados por el gobierno en el poder o por la oposición, están visiblemente involucrados en atrocidades, apoyan a unas pandillas en contra de otras, de modo que la fuerza policial queda dividida entre dos actores que constantemente buscan detener su acción a favor de los ciudadanos con el fin de instrumentalizarla. El espacio público está saturado por estos excesos y no ha permitido durante años un mínimo de debate sereno y constructivo. Sin embargo, al mismo tiempo, este vacío es negado por los actores involucrados. No solo todos se culpan entre sí, sino que, sobre todo, nadie realmente considera esta situación como un problema importante. Por un lado, quienes ocupan el espacio de poder lo instrumentalizan de acuerdo con sus objetivos privados; por otro, aquellos que están excluidos de este juego, más bien denuncian los intereses privados que se benefician de la malversación de dinero público, pero no destacan el grave debilitamiento de las instituciones públicas que resulta de él. De hecho, el Estado es solo una fachada que oculta los conflictos entre los diferentes clanes de la oligarquía, ya sea en el poder o en la oposición: a veces se lo instrumentaliza, a veces se lo combate para recuperar un punto de apoyo, pero de ninguna manera se alinean con la reivindicación de un Estado socialmente activo, capaz de coordinar recursos y satisfacer las expectativas de los habitantes con una visión a largo plazo del futuro del país. Lo que parece ser una condición mínima en otros lugares, se ha convertido en un sueño imposible en Haití. El Estado, desde el final de la dictadura de Duvalier y después del fracaso del establecimiento de una democracia popular entre 1987 y 1991, se ha convertido en una especie de “factor ausente”. Los actores de la sociedad civil lo niegan constantemente en su existencia, al eludir sus reglas (negocios, ONG), al reemplazar sus misiones (ONG, asociaciones) o al desviarlo para fines privados (redes mafiosas, pseudo partidos). Indirectamente, es la población que podría beneficiarse de la acción pública, la cual es la primera víctima de esta negación colectiva.

Desorganizada, marginada del reparto de recursos, excluida de los dividendos de la corrupción, la población haitiana es, en primer lugar, rehén de una guerra de los carteles por el control de un territorio sin Estado. A nivel intelectual, la peor cara de este desastre es suscribir las tesis fantasmagóricas sobre la ingobernabilidad inscrita en los genes del pueblo haitiano, cimarrón de nacimiento. La ironía de las escandalosas tesis sobre el Estado o el no Estado haitiano es que siguen dirigidas hacia una figura vacía, mero significante, que se intenta a toda costa de disfrazar con una función, como un fetiche, en lugar de liberarse del pasado incesantemente fantaseado, para enunciar un verdadero horizonte colectivo, el esquema de un orden deseado en común y determinar el significado de un mundo posible en común. Este pueblo ha hecho un esfuerzo colosal para deshacerse de la gangrena duvalierista a través del surgimiento de grandes organizaciones campesinas (MPP, Tet Kolé) y de una estructura progresista de la Iglesia apoyada por un movimiento de la sociedad civil (Onè Rekspè). Es el mismo pueblo que participó en una importante campaña de alfabetización elogiada por expertos internacionales. La era posterior a Duvalier abrió el campo a una lucha por el reconocimiento de los derechos fundamentales, comenzando por los del campesinado, aún discriminados en ese momento tanto por el registro nacional como por la marginación del idioma de la mayoría, el créole. Por lo tanto, los derechos lingüísticos se convirtieron naturalmente en la punta de lanza de un movimiento en pos de reconocer los derechos de todos, en particular mediante la adopción de una nueva constitución en lengua créole en marzo de 1987. Había mucho por hacer para las organizaciones de derechos humanos movilizadas en torno a la justicia para todos: al derecho a la tierra, a la vida doméstica, al derecho a un salario mínimo, al derecho de las mujeres. Tantos proyectos para desarrollar para este joven Estado y esta gente recién liberada. Pero este proceso de estructuración de un nuevo poder con su nueva constitución fue detenido netamente por las especulaciones estratégicas del gobierno de Bush Padre, por temor a una nueva Cuba. Sin embargo, incluso después de este giro imperialista, durante los cuatro años de embargo y represión militar, los activistas de derechos humanos, apoyados por redes internacionales, denunciarán y documentarán miles de violaciones de derechos humanos en el país. En particular referirán a las numerosas violaciones a mujeres y a múltiples asesinatos realizados a hombres, niños y ancianos. Esta acción conducirá al establecimiento de una Comisión de la Verdad y la Justicia en 1995, pero cuyo informe (1995), a pesar de ser monumental, terminará siendo letra muerta. Luego, con el retorno forzado de Aristide, los habitantes fueron entregados a los dictados del FMI y a la liberalización a ultranza. El siguiente gobierno, bajo la primera presidencia de Préval y bajo presión de los Estados Unidos, hará solo un simulacro de aplicación del trabajo de esta Comisión, para evitar revelar los vínculos entre ciertos líderes de los escuadrones de la muerte y la financiación pública estadounidense. Estas prácticas de desestructuración destruyeron el tejido social, instituyeron la impunidad, restablecieron una economía de dependencia total y agotaron las capacidades para organizar la resistencia. Estas personas no son ingobernables ni resistentes a la gobernanza. ¡Capturamos su libertad y su autonomía, como en tiempos de la esclavitud!

Foto Jacobin/ Richard Pierrin/AFP via Getty images

¿Es esta una situación sin esperanza?

La población haitiana no tiene más remedio que sobrevivir y mantener la esperanza. Paga la ignominia de algunos y la indiferencia de otros. Sin embargo, es esta indiferencia en los mecanismos de control y monitoreo de la ayuda, la responsabilidad internacional, a falta de responsabilidad pública, la que cubre la ignominia de los demás, su corrupción y su tráfico. La predilección por la ayuda de emergencia, los mecanismos humanitarios apolíticos y mal calibrados, la negativa a proporcionar a los habitantes una respuesta constructiva en términos de acción política han producido el desastre actual. Estamos presenciando cada vez más el desmantelamiento de la ayuda dirigida a grupos de base que permiten la estructuración de una sociedad civil responsable, en el campo o en las áreas suburbanas, con campesinos, mujeres, jóvenes, una ayuda que se inscribe en la perspectiva de apoyar la formación de líderes y organizaciones con responsabilidad efectiva. Esta tendencia va en la dirección opuesta de aquello por lo cual es urgente bregar, a saber, por la reconstrucción de intereses comunes, anclados en las necesidades primarias y vinculados a las capacidades de resiliencia de las poblaciones obligadas a sobrevivir. Son demasiados los gestores intermedios y los llamados líderes que están desconectados de estas condiciones operativas que conducen a la construcción conjunta de soluciones comunes. Los actores que requieren ser apoyados son aquellos que, a través de sus prácticas actuales de proximidad, tienen la intención de apoyar procesos económicos sanos que permitan que áreas geográficas específicas y comunidades locales fortalezcan sus capacidades de producción y comercio. Hasta el día de hoy, la implementación de una reforma agraria es una cuenta pendiente en Haití (!), al igual que la descentralización efectiva del Estado y la estabilización de sus misiones centrales de justicia y policía, e incluso de protección ambiental. Desde la partida de Duvalier, las políticas internacionales, y de las ONG respaldadas internacionalmente, solo han reemplazado la acción pública, incluida la gestión de residuos peligrosos. En lugar de buscar cómo “hacer”, como promover la acción autónoma de la sociedad, todos acuden allí para encontrar una solución propia en su micro dominio: algunos en su estructura de cuidado, otros en su estructura educativa, otros en sus proyectos de microdesarrollo, eco-social, etc. Al suspender la construcción de una democracia popular post-Duvalierista, hemos dejado de lado las capacidades reales de las poblaciones apostando exclusivamente a la asistencia. La esperanza reside en detener este círculo vicioso de dependencia y en elegir partir desde las capacidades disponibles de la población haitiana, trabajar para el desarrollo del liderazgo local, su coordinación y su seguridad en el espacio común necesario para su éxito. Al aspirar al establecimiento de un poder ejecutivo basado en la fantasía de los grandes partidos que proponen líneas de convergencia en el interés general, solo estamos fortaleciendo a los principales agentes de la corrupción y el tráfico de drogas.

Al mismo tiempo, este enfoque no puede eludir la pregunta crucial sobre el surgimiento de nuevos actores locales. En la actual situación de punto muerto, los actores tradicionales en proyectos de desarrollo y derechos humanos han alcanzado sus límites. Ellos no tienen otra opción que someterse a la dirección de las redes de la mafia y acordar comprometerse con ellos en una apariencia de oposición al régimen vigente, mientras saben que la agenda así validada en realidad no concierne más que el reemplazo de un clan por otro igual de corrupto e igualmente ligado a los diferentes tráficos (armas, seres humanos, drogas, etc.). Estos actores tradicionales no perturban en nada esencial los planes de la oligarquía, ya que nunca han considerado cambiar el orden económico dominante y se oponen a cualquier forma de liderazgo estatal. Cada vez más desconectados de las condiciones de la vida real, se ven encuentran alineados detrás de las redes mafiosas, tanto por la falta de medios como de ideas. Es necesario un mínimo de vida política y espacio público para salir de la crisis, un ambiente de debate donde los interlocutores puedan acordar un futuro común y responsabilidades compartidas. Esta contribución humana es esencial para emprender el fortalecimiento de las relaciones sociales cooperativas. Se trata de escapar de esta estrategia tramposa que consiste en presentarse fuera del marco, fuera del partido, sin proyecto, como no político, sin interés identificado, para vincular a una figura moral individual el ideal fantaseado de un país mejor.

¿Cambiar de enfoque?

Al centrar la atención en las ciudades y las poblaciones urbanas, el terremoto creó una cortina de humo. La consecuencia ha sido un Haití más dependiente de la ayuda externa, de la producción de sus vecinos y de las redes internacionales de importación, o incluso del tráfico de todo tipo para garantizar un flujo de divisas. La diáspora es el principal proveedor de divisas y la población no sobreviviría sin ellas. Pero también es la fuente de un círculo vicioso, porque esta entrada de divisas permite continuar comprando productos importados, a menudo alimentados por energía de carbono, y por lo tanto perpetúa la dependencia. Esta solidaridad familiar y monetaria no puede proporcionar ninguna solución y ese no es tampoco su papel. Más bien, es necesario lograr garantizar un mínimo de desarrollo endógeno, lo que implica considerar la reconstrucción de un Estado haitiano de acuerdo con las necesidades básicas vinculadas a la activación de las capacidades locales. Las prioridades desde este punto de vista son luchar contra el éxodo rural, fortalecer las comunidades locales y desarrollar el espíritu emprendedor a este nivel en las poblaciones con un fuerte déficit educativo. Tal plan no puede implementarse, como hemos tratado de mostrar, sin apoyar la reforma del Estado, tanto en términos de gestión económica y financiera, como en el de las autoridades locales, que son la clave para un ’Gobierno local descentralizado’.

La economía dominante no ayuda mucho a este respecto ya que funciona a través de un juego de oferta y demanda que refuerza constantemente la dependencia con los países vecinos. Para hacerse rico, es mejor invertir en importaciones, incluso para producir en un país vecino con mejor infraestructura y luego importar a Haití. Las zonas francas, como podría sospecharse, no tienen un impacto positivo en el tejido social local y solo son rentables para las industrias que las producen para la exportación. La reconstrucción de un Estado haitiano debe ir de la mano del establecimiento de otro modelo de desarrollo económico más arraigado en las comunidades locales, centrado en la autosuficiencia y preocupado por aumentar las habilidades de las poblaciones interesadas. En esta área, las iniciativas innovadoras vinculadas a las cadenas de suministro de cercanía y a la autosuficiencia alimentaria podrían encontrar su lugar en Haití, como ya sospechaba el geógrafo Georges Anglade, con su idea de regresar a las comunidades de producción local que ya anticipaban la necesidad de una economía de transición basada en un modelo de postdesarrollo. Estas ideas están fuertemente presentes hoy en el feminismo decolonial latinoamericano, especialmente en Raquel Gutiérrez o Rita Segato.

En 2015, varios colectivos trataron de dar un impulso necesario a tal cambio de las ayudas hacia la economía social y solidaria. La idea era acordar una base común, una definición común y un plan de acción común. No hay escasez de modelos, especialmente de Europa o América del Norte. La necesidad de organizar sectores enteros de la economía de acuerdo con principios y reglas diferentes al modelo clásico ha surgido en varias áreas, relacionadas con la salud, el medio ambiente, la formación y la cultura. La utilidad social de la actividad y los criterios de participación compiten con el objetivo de rentabilidad y remuneración del capital. Este mercado alternativo es estable, proporciona empleos y a menudo alcanza una masa del 10 % en la producción de riqueza para los países que lo organizaron y supervisaron. Obviamente, este modelo alternativo requiere un marco legal, agentes capacitados y una recepción favorable de la sociedad civil. No se establece dicho mercado por decreto en un país. Es necesario proceder por etapas, vincular las prácticas existentes, agruparlas y consolidarlas, desarrollar una estrategia de anclaje en la sociedad civil, en resumen, implementar una ingeniería social completa para enfrentar riesgos, conflictos de intereses y necesidades organizativas. No transformamos de la noche a la mañana un colectivo local, un grupo de agricultores o una asociación de vecinos en una empresa social. El problema no radica únicamente en la transformación de los conocimientos y la adquisición de nuevas habilidades. También reside en un cambio en la cultura del entorno que debe acompañar a este movimiento de innovación. La solidaridad externa puede desempeñar un papel en el apoyo a un cambio en la cultura del entorno, pero no es suficiente. Se deben establecer pasos y proveer las garantías que hagan que tal proyecto no solo sea viable, sino también atractivo. El desafío es recrear un papel para los diversos actores involucrados: el Estado, las organizaciones privadas de desarrollo, las comunidades locales y la sociedad civil, de modo que se identifiquen y distribuyan las responsabilidades y los compromisos. ¡No es más ni menos que la reconstrucción paciente, in vivo e in situ, del interés común!

Los nuevos parámetros extraeconómicos, como la participación en las decisiones, la participación en los beneficios del capital, la integración de una actividad sostenible en una economía de transición y del postdesarrollo, también deben integrarse en la ecuación. Con postdesarrollo, queremos decir aquí una organización económica centrada en redes locales con el objetivo de reproducir bienes colectivos y los dispositivos que favorecen su uso compartido. Pero nuevamente, dichos parámetros no pueden imponerse desde el exterior, como una norma contable impuesto por una autoridad reguladora. El objetivo es responder colectivamente a los múltiples desafíos relacionados con la necesidad de una actividad sustentable: servicios eléctricos, uso responsable de productos fitosanitarios, limitación de rendimientos teniendo en cuenta el bienestar animal y las necesidades del suelo, mantenimiento de la variedad de especies, uso de energías renovables, etc. ¿Qué significado se debe dar a estos requisitos en un país en emergencia alimentaria e invadido por los productos de la economía agroindustrial de sus vecinos? Ciertamente, se deben aprender lecciones del fracaso del desarrollo desregulado, del éxodo rural masivo y de la adhesión ciega al libre mercado. Pero una vez más se trata de la debilidad estructural del Estado, una debilidad causada primero por el agotamiento de los recursos en el contexto del fin de una dictadura de treinta años; luego por la violencia recurrente causada por treinta años de transición política, un embargo internacional, dos intervenciones militares, costosas misiones de la ONU; y finalmente por un statu quo político posterior al terremoto forzado por la comunidad internacional para intentar una reconstrucción que no se implementó en la práctica y que terminó desacreditando cualquier forma de acción colectiva y cualquier forma de liderazgo que afirme ser de interés público. Los últimos meses han sido la evidencia de la bancarrota total de una estructura pública sin crédito para sus ciudadanos e incapaz de proponer, y mucho menos de sostener, una política para poner fin a la crisis.

Este diagnóstico plantea una pregunta fundamental con respecto a los mecanismos de solidaridad que se movilizarán ante tal situación. El cambio hacia la economía social y solidaria podría ser decisivo para volver a movilizar a la población en un proceso de participación y de toma del control de su destino. Pero este proceso es lento y requiere un cambio cultural en las prácticas establecidas. Además, sin la reconstrucción de un Estado, los problemas estructurales e históricos de Haití resurgirán como factores de bloqueo, en particular la ausencia de reforma agraria, la fragmentación de las pequeñas propiedades, el empobrecimiento del suelo por deforestación y sequía, etc.; el acceso inexistente al crédito para pequeñas y medianas empresas, lo que paraliza tanto la economía tradicional como la economía social. Frente a este proceso, el reloj ecológico deja poco tiempo. Cada año trae su parte de desastres para una población indefensa. La ayuda económica clásica, la administración financiera, menos aún los planes de austeridad o ajuste, no pueden hacer nada. Hoy, debemos considerar otros mecanismos apoyados por nuevos enfoques de solidaridad para salir, en el largo plazo, del desarrollismo económico y humano.

¿Cambiar también el principio de solidaridad?

Si bien el cambio de enfoque es urgente, choca con las condiciones operativas de factibilidad. En un espacio dominado por el narco-caos, sin establecer una estructura de coordinación pública, no se pueden esperar efectos plenamente positivos del “comunalismo ecológico”. Sin embargo, deben tenerse en cuenta dos elementos con respecto a la posible solidaridad con Haití. El primero es histórico y el segundo ecológico. El elemento histórico ha tratado de expresarse confusamente en Haití durante los últimos veinte años en la demanda recurrente de reparación dirigida a Francia en relación con la deuda de la independencia. El joven Estado haitiano tuvo que monetarizar su reconocimiento internacional y su acceso al mercado a precios del oro, una deuda de 90 millones de francos que Haití pagó con un último tratado en 1883. Pero este aspecto es solo un elemento de un expediente mucho más amplio que se refiere a todas las injusticias infligidas a esta nación negra en las relaciones internacionales y por la violación de su territorio. El déficit generado, por ejemplo, por la ocupación estadounidense y por la reorganización del comercio del azúcar en beneficio de Cuba durante la Primera Guerra Mundial también debe cuantificarse, al igual que, por tomar un ejemplo más reciente, el embargo impuesto entre 1992 y 1995, que constituyó un shock económico considerable para el joven Estado post-Duvalier. En el marco de una conciencia decolonial, las potencias mundiales deberían ser consideradas como los grandes deudores frente Haití, la primera nación negra del mundo.

El segundo elemento es ecológico y toca el nuevo tema de la justicia climática (COMEST, 2016). Haití está amenazado por las consecuencias de un calentamiento global del que no se ha beneficiado. ¿Cómo planeamos la protección de su población, librada completamente a su suerte como lo demuestra el terremoto de 2010 y la epidemia de cólera que le siguió? Estamos hablando de cientos de miles de muertes. Sin embargo, desde la COP 21, se han logrado avances significativos gracias a la atención en el poder de resiliencia de las poblaciones vulnerables. Esta idea es un complemento esencial para una política de reparación. La idea de resiliencia nos parece contener un cambio importante en los conocidos mecanismos de solidaridad. Esta transformación consiste en partir desde un “otro lugar” sobre el cual no se posee total control, basado en recursos cualitativos, no cuantificables de inmediato, para construir la relación de solidaridad. Ese “otro lugar” es el poder de las poblaciones involucradas, su capacidad para actuar colectivamente ante el desastre y para producir soluciones operativas para protegerse. En lugar de ser consideradas víctimas potenciales, son reconocidas como actores relevantes con los que se deben encontrar soluciones. Estas poblaciones deben ser apoyadas desde hoy anticipando el papel que tendrán que jugar para salir del desastre. Este enfoque conduce a un nuevo tipo de solidaridad: al admitir la dimensión limitada de sus acciones, esta “solidaridad tal” depende operacionalmente de las capacidades de los actores involucrados para producir una parte de la solución que va más allá de su alcance.

Hasta ahora, las solidaridades sociales se han construido a partir de un ciclo de donación y promesa de reciprocidad como una provisión de recursos, un reparto de fuerzas que hace posible aumentar las capacidades temporalmente en déficit según una situación de emergencia. Existieron diferentes factores desencadenantes, pero todos respondieron al mismo patrón de estímulo / respuesta después de situaciones de desastre o agresión. Podríamos hablar de “solidaridad compensatoria”. Los desafíos ecológicos han llevado a considerar otra forma de solidaridad. Podríamos hablar en este nuevo caso de “solidaridad de resiliencia” en el sentido de que se busca establecer las condiciones para una relación de resolución de problemas.

Admitir la correlación de estos dos principios de reparación y resiliencia es, por un lado, dejar de lado la pretensión de mantener soluciones ideales y operacionales frente al sufrimiento excesivo causado por el narco-caos. Pero también se está abriendo a lo desconocido de una sociedad proyectada hacia un desastre al que la mayoría no ha contribuido, y en la medida en que este horizonte desastroso requiere dar sentido a otras formas de solidaridad para salir del mismo. Se trata de reconocer el interés que la experiencia de la vulnerabilidad representa para todos en el futuro, ya que permite construir soluciones proporcionales, es decir, directamente apropiadas por los actores involucrados.

¿Singularidad de Haití?

Incluso si la situación de Haití siempre parece separarse, a causa del insularismo y el régimen lingüístico, del resto del continente cercano, los procesos que allí se desarrollan también participan en esta larga historia común que vincula esta parte de las Américas y sus habitantes. Quizás, la clave de este destino común puede encontrarse en este momento en la crisis de los regímenes políticos y la agitación de los Estados aún sujetos al control de los intereses económicos y políticos del orden internacional. La co-construcción del interés público en un espacio que favorezca nuevas soluciones a través de los efectos de las relaciones conflictivas enmarcadas parece seguir siendo un ideal fuera del alcance. Los habitantes son finalmente empujados a atrincherarse, a ser instrumentalizados o reprimidos, sin otra posibilidad que armarse contra un orden que le da permanentemente la espalda a sus intereses y a sus carencias. La recurrencia de los ascensos neofascistas o neopopulistas, los posibles sueños teocráticos de pureza nacional y orden moral, apoyados en particular por la ola evangelista, tal vez sean solo síntomas. Es en la relación con el orden donde se encuentra el problema fundamental y especialmente en la relación con lo que este dice ser. Si el orden público se afirma como una suma cero o un equilibrio de todos los intereses particulares de los principales agentes de un sistema dado, como una forma de alinear las preferencias de todos a corto plazo de acuerdo con los intereses mayoritarios, los de los Estados Unidos de América, inversión extranjera, corporaciones transnacionales, grandes terratenientes, carteles, etc., tal orden es solo un principio de subyugación de intereses minoritarios, o incluso su negación total. También constituye una identidad artificial de intereses en una forma objetiva independiente y sobreimpuesta. Tal orden público despierta el refugio de los intereses minoritarios (de hecho, los de las masas) en el resentimiento por el orden robado y en la expectativa apocalíptica de un cambio hacia un orden completamente diferente. O el Estado se convierte así en el lugar vacío del cual la mayoría silenciosa está desinteresada, o sigue siendo el receptáculo latente de un mesianismo inconsciente, una predisposición ante cualquier promesa de destitución de la perversión. En ambos casos, prevalece la apolítica del orden deseado. Está fuera del alcance de lo colectivamente realizable. No posee ser actual. Y esta falta corresponde de hecho a la frustración más profunda internalizada por toda una historia colectiva: la frustración de no ser uno mismo y de no tener poder capaz de corregir esta situación. El Estado como espacio para la subjetivación de los intereses colectivos no existe, y esta falta bloquea en su realidad vivida opresiva o fantástica la relación con la capacidad de hacer Estado, por lo tanto, hacer-ser lo colectivo en su pluralidad (no identidad). De hecho, estamos presenciando el colapso de los Estados de la región en un momento en que la justicia climática se está convirtiendo en un tema decisivo para proteger a poblaciones apoyándose en los regímenes de cooperación interestatales…

Marc Maesschalck

2020, Luchas Sociales, Justicia Contextual y Dignidad de los Pueblos. Comp. R. Salas Astrain

Fuente: Ariadna ediciones

Editado por María Piedad Ossaba